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Fotografía de David Markoff |
Encerrada en un cuarto tan estrecho y encogido como su alma,
solo veía las alas rotas
esparcidas por el suelo las telas ajadas y amarillas de batallas ganadas,
tan lejanas, tan ajenas a ella ahora,
tan indiferente a esa fortaleza presumida.
No se reconoció en los retratos que tantos pintaban de ella.
Prefería los espejos cóncavos del Callejón del Gato
que mostraban con pasmosa similitud lo que tenía su cabeza.
Le habían hablado de los peligros de los golpes de Estado,
pero no estaba preparada para el boicot en sus propias filas. Así que
simplemente
sucumbió
y se dejó derrotar
amparada en la falta de abrazos certeros.
Se rodeó del misterio
el silencio y la rabia de los días torcidos,
envenenó las pocas palabras de un modo tan sutil que ni ella misma percibió la lenta muerte a su alrededor.
La desidia le quemó los dedos y sus papeles se volaron con el viento y el olvido.
Rechazó las frases fuertes que no pretendían sino que reaccionara y saliera de esa habitación sombría.
Solo quería cerrar los ojos y huir del mundo que construyó a golpe de negación.
Pero algo le impedía salir,
una tristeza que ni ella misma imaginaba
que le rodeaba los tobillos
que la hundía en la arena del tiempo.
Desolada, negada la ayuda
-vista incluso como un ataque-,
abandonada en el vacío de jornadas una igual a la otra,
se abrazó las piernas y, en un último intento de no solucionar nada,
hizo lo que mejor sabía:
llorar.
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