domingo, 22 de agosto de 2010

La Caja


Abigail tenía una vida ordenada.
Desde pequeña aprendió que cada cosa tiene su lugar, su momento, su razón de ser.
Programó cada uno de los pasos que daría en el futuro: qué estudiaría y dónde, a qué edad daría su primer beso, cuándo tendría su primera crisis de pareja, quién le robaría el sueño en los días impares.


Así su vida, dispuso todos sus asuntos en estanterías.
La más grande, en la que atesoraba más cosas, era la dedicada a su familia. Casi del mismo tamaño era otra donde tenía las fotos de Renata, Olenska, Carmela... En una caja, reposada en la misma estantería, almacenaba esencias que fueron y no volvieron. Apenas buscaba en ella. A veces, la sola contemplación de esa caja le producía dolor. Entonces la ponía debajo de su cama, fuera de su vista. Lo hacía durante varios días, hasta que la caja recobraba su lugar originario por obra y gracia del consuelo.
Había otra leja bien alta, sobria, elegante, acabada en un lacado gris. Allí tenía sus hojas de vida, cartas de recomendación, recortes...
En el lugar donde reposan las almas, donde se forjan los sueños más secretos y anidan los mayores tormentos, junto a su cama, tenía la caja más grande de todas. Dentro, infinidad de cajitas, de tamaños diferentes, que a su vez guardaban susurros, cartas, sonrisas, entradas dobles para el cine y el teatro. Todas con una etiqueta y su nombre plasmado, si bien con letra más infantil o con letra más decidida y adulta, siempre escrito en tinta verde.


Un día encontró en mitad de su habitación una caja nueva. No sabía quién la había puesto ahí. La observó. Parecía delicada, a pesar de ser de un material fuerte y consistente. Aunque no tenía ningún adorno y era completamente negra, le pareció de una belleza sublime y supo desde el primer momento que era una caja especial.
La cogió entre sus manos y trató de abrirla. Fue entonces cuando se dio cuenta de que esta caja era diferente. Tenía muchas aperturas, pero solo pudo abrir una. No más.
Pasaron los días y la Caja seguía allí, turbando su descanso.
Quería destapar todos sus secretos, pero solo de vez en cuando era capaz de desentrañar un nuevo departamento.


Tuvo un primer, segundo, tercer, cuarto impulso de ponerle una etiqueta grande, bien bonita, con letras verdes. Pero desde que la Caja llegó a la habitación traída de quién sabe qué mundos, el suyo propio había cambiado. No sabía qué nombre ponerle, ni dónde colocarla. Ni siquiera aseveraba que esa caja fuera suya por derecho propio. Quién sabía si mañana desaparecería de su habitación tal y como había llegado.


Así que, una noche, llena de determinación, decidió que aquella sería la primera de sus cajas sin etiqueta. Y que no forzaría más sus groznes. Solo dejaría que la Caja, cuando quisiera, le permitiera descubrir un nuevo secreto.


Porque le merecía la pena esperar.








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